Ahí estaba yo, en la recamara de mi madre, ella en cuatro, con su cabello negro azabache cubriendo su rostro, solo se podían distinguir sonidos guturales, inentendibles, pero inequívocos de un placer absoluto, yo tras de ella penetrándola una y otra vez, sin piedad, casi con ira… pues eso era lo que nos provocaba más placer.
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